Basílica Vaticana
Jueves Santo 28 de marzo de 2013
Jueves Santo 28 de marzo de 2013
(Vídeo)
Queridos hermanos y
hermanas
Celebro con alegría la
primera Misa Crismal como Obispo de Roma. Os saludo a todos con afecto,
especialmente a vosotros, queridos sacerdotes, que hoy recordáis, como yo, el
día de la ordenación.
Las Lecturas, también
el Salmo, nos hablan de los «Ungidos»: el siervo de Yahvé de Isaías, David y
Jesús, nuestro Señor. Los tres tienen en común que la unción que reciben es
para ungir al pueblo fiel de Dios al que sirven; su unción es para los pobres,
para los cautivos, para los oprimidos… Una imagen muy bella de este «ser para»
del santo crisma es la del Salmo 133: «Es como óleo perfumado sobre la cabeza,
que se derrama sobre la barba, la barba de Aarón, hasta la franja de su
ornamento» (v. 2). La imagen del óleo que se derrama, que desciende por la
barba de Aarón hasta la orla de sus vestidos sagrados, es imagen de la unción
sacerdotal que, a través del ungido, llega hasta los confines del universo
representado mediante las vestiduras.
La vestimenta sagrada
del sumo sacerdote es rica en simbolismos; uno de ellos, es el de los nombres
de los hijos de Israel grabados sobre las piedras de ónix que adornaban las
hombreras del efod, del que proviene nuestra casulla actual, seis sobre la
piedra del hombro derecho y seis sobre la del hombro izquierdo (cf. Ex
28,6-14). También en el pectoral estaban grabados los nombres de las doce
tribus de Israel (cf. Ex 28,21). Esto significa que el sacerdote celebra
cargando sobre sus hombros al pueblo que se le ha confiado y llevando sus
nombres grabados en el corazón. Al revestirnos con nuestra humilde casulla,
puede hacernos bien sentir sobre los hombros y en el corazón el peso y el
rostro de nuestro pueblo fiel, de nuestros santos y de nuestros mártires, que
en este tiempo son tantos.
De la belleza de lo
litúrgico, que no es puro adorno y gusto por los trapos, sino presencia de la
gloria de nuestro Dios resplandeciente en su pueblo vivo y consolado, pasamos
ahora a fijarnos en la acción. El óleo precioso que unge la cabeza de Aarón no
se queda perfumando su persona sino que se derrama y alcanza «las periferias».
El Señor lo dirá claramente: su unción es para los pobres, para los cautivos,
para los enfermos, para los que están tristes y solos. La unción, queridos
hermanos, no es para perfumarnos a nosotros mismos, ni mucho menos para que la
guardemos en un frasco, ya que se pondría rancio el aceite… y amargo el
corazón.
Al buen sacerdote se
lo reconoce por cómo anda ungido su pueblo; esta es una prueba clara. Cuando la
gente nuestra anda ungida con óleo de alegría se le nota: por ejemplo, cuando
sale de la misa con cara de haber recibido una buena noticia. Nuestra gente
agradece el evangelio predicado con unción, agradece cuando el evangelio que
predicamos llega a su vida cotidiana, cuando baja como el óleo de Aarón hasta
los bordes de la realidad, cuando ilumina las situaciones límites, «las
periferias» donde el pueblo fiel está más expuesto a la invasión de los que
quieren saquear su fe. Nos lo agradece porque siente que hemos rezado con las
cosas de su vida cotidiana, con sus penas y alegrías, con sus angustias y sus
esperanzas. Y cuando siente que el perfume del Ungido, de Cristo, llega a
través nuestro, se anima a confiarnos todo lo que quieren que le llegue al
Señor: «Rece por mí, padre, que tengo este problema…». «Bendígame, padre», y
«rece por mí» son la señal de que la unción llegó a la orla del manto, porque
vuelve convertida en súplica, súplica del Pueblo de Dios. Cuando estamos en
esta relación con Dios y con su Pueblo, y la gracia pasa a través de nosotros,
somos sacerdotes, mediadores entre Dios y los hombres. Lo que quiero señalar es
que siempre tenemos que reavivar la gracia e intuir en toda petición, a veces
inoportunas, a veces puramente materiales, incluso banales – pero lo son sólo
en apariencia – el deseo de nuestra gente de ser ungidos con el óleo perfumado,
porque sabe que lo tenemos. Intuir y sentir como sintió el Señor la angustia
esperanzada de la hemorroisa cuando tocó el borde de su manto. Ese momento de
Jesús, metido en medio de la gente que lo rodeaba por todos lados, encarna toda
la belleza de Aarón revestido sacerdotalmente y con el óleo que desciende sobre
sus vestidos. Es una belleza oculta que resplandece sólo para los ojos llenos
de fe de la mujer que padecía derrames de sangre. Los mismos discípulos –
futuros sacerdotes – todavía no son capaces de ver, no comprenden: en la
«periferia existencial» sólo ven la superficialidad de la multitud que aprieta
por todos lados hasta sofocarlo (cf. Lc 8,42). El Señor en cambio siente la
fuerza de la unción divina en los bordes de su manto.
Así hay que salir a
experimentar nuestra unción, su poder y su eficacia redentora: en las
«periferias» donde hay sufrimiento, hay sangre derramada, ceguera que desea
ver, donde hay cautivos de tantos malos patrones. No es precisamente en
autoexperiencias ni en introspecciones reiteradas que vamos a encontrar al
Señor: los cursos de autoayuda en la vida pueden ser útiles, pero vivir nuestra
vida sacerdotal pasando de un curso a otro, de método en método, lleva a
hacernos pelagianos, a minimizar el poder de la gracia que se activa y crece en
la medida en que salimos con fe a darnos y a dar el Evangelio a los demás; a
dar la poca unción que tengamos a los que no tienen nada de nada.
El sacerdote que sale
poco de sí, que unge poco – no digo «nada» porque, gracias a Dios, la gente nos
roba la unción – se pierde lo mejor de nuestro pueblo, eso que es capaz de
activar lo más hondo de su corazón presbiteral. El que no sale de sí, en vez de
mediador, se va convirtiendo poco a poco en intermediario, en gestor. Todos
conocemos la diferencia: el intermediario y el gestor «ya tienen su paga», y
puesto que no ponen en juego la propia piel ni el corazón, tampoco reciben un
agradecimiento afectuoso que nace del corazón. De aquí proviene precisamente la
insatisfacción de algunos, que terminan tristes, sacerdotes tristes, y
convertidos en una especie de coleccionistas de antigüedades o bien de
novedades, en vez de ser pastores con «olor a oveja» – esto os pido: sed
pastores con «olor a oveja», que eso se note –; en vez de ser pastores en medio
al propio rebaño, y pescadores de hombres. Es verdad que la así llamada crisis
de identidad sacerdotal nos amenaza a todos y se suma a una crisis de
civilización; pero si sabemos barrenar su ola, podremos meternos mar adentro en
nombre del Señor y echar las redes. Es bueno que la realidad misma nos lleve a
ir allí donde lo que somos por gracia se muestra claramente como pura gracia,
en ese mar del mundo actual donde sólo vale la unción – y no la función – y
resultan fecundas las redes echadas únicamente en el nombre de Aquél de quien
nos hemos fiado: Jesús.
Queridos fieles,
acompañad a vuestros sacerdotes con el afecto y la oración, para que sean
siempre Pastores según el corazón de Dios.
Queridos sacerdotes,
que Dios Padre renueve en nosotros el Espíritu de Santidad con que hemos sido
ungidos, que lo renueve en nuestro corazón de tal manera que la unción llegue a
todos, también a las «periferias», allí donde nuestro pueblo fiel más lo espera
y valora. Que nuestra gente nos sienta discípulos del Señor, sienta que estamos
revestidos con sus nombres, que no buscamos otra identidad; y pueda recibir a
través de nuestras palabras y obras ese óleo de alegría que les vino a traer Jesús,
el Ungido.
Amén.
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